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nos mostró que hay infinitos más grandes que otros infinitos. —Pues… —dije. —Supongo que esto responde a tu pregunta —me dijo muy seguro desímismo. Ybebió un trago generoso. —La verdad es que no —le contesté—. Nos preguntábamos sialfinal de Un dolor imperial… —Abomino de todo lo que dice esa putrefacta novela —mecortó VanHouten. —No —dije yo. —¿Perdón? —No, es inaceptable —añadí—. Entiendo que la historia acaba en mitad de una frase porque Anna muere o está demasiado enferma para seguir, pero usted dijo que nos contaría qué les sucede a los personajes, y por eso estamos aquí, y necesitamos… necesito que melo cuente. VanHouten suspiró y dio otro trago. —Muy bien.¿Qué historiateinteresa? —La de la madre de Anna, el Tulipán Holandés, el hámster Sísifo… En fin, lo que les sucede a todos los demás personajes. Van Houten cerró los ojos, resopló inflando las mejillas y alzó la mirada hacia las vigas de madera que cruzaban eltecho. —El hámster —dijo un momento después—. Christineadoptaal hámster. Christine era una amiga de Anna de antes de la enfermedad. Tenía sentido. Christine y Anna jugaban con Sísifo en variasescenas. —Christine lo adopta, vive un par de años más después de que acaba la novela y muere en paz mientras duerme. Por fin avanzábamos. —Muy bien —le dije—. Muy bien. ¿Y el Tulipán Holandés? ¿Es un farsante? ¿Se casa con la madre de Anna? VanHouten seguíacontemplando las vigas deltecho. Dio un trago. El vaso volvíaaestarcasi vacío. —Lidewij, no puedo. No puedo. No puedo. Bajó la mirada hasta mí. —Al Tulipán Holandés no le sucede nada. Nies un farsante ni deja de serlo. Es Dios. Es obviamente, y sin lugar a dudas, una representación metafórica de Dios, así que preguntar qué ha sido de éles intelectualmente equivalente a preguntar qué ha sido de los ojos incorpóreos del doctor T. J. Eckleburg en Gatsby. ¿Se casó con la madre de Anna? Estamos hablando de una novela, querida niña, no de un acontecimiento histórico. —Vale, pero seguramente ha pensado qué sucede con ellos, quiero decir como personajes, al margen de su significado metafórico y todo eso. —Son ficciones —me contestó volviendo a repiquetearel vaso—. No les sucede nada. —Dijo que melo contaría —insistí. Me dije a mí misma que tenía que ser firme. Tenía que mantener su dispersaatención enmis preguntas. —Es posible, pero tenía la errónea impresión de que no podrías cruzar el Atlántico. Pretendía… reconfortarte, supongo. Debería habérmelo pensado mejor. Pero, para serte del todo sincero, esa infantil idea de que el autor de una novela sabe algo de sus personajes… es ridícula. Esa novela surgió de garabatos en un papel, querida. Los personajes que la habitan no tienen vida fuera de esos garabatos. ¿Qué sucedecon ellos? Todos dejan deexistiren elmomento en queacabala novela. —No —dije levantándome del sofá—. No. Eso lo entiendo, pero es imposible no imaginarles un futuro. Y usted es la persona más cualificada para imaginar ese futuro. Algo le sucedió a la madre de Anna. O se casó o no se casó. O se fue a Holanda a vivir con el Tulipán Holandés o no. O tuvo más hijos o no. Necesito saber quéle pasó. VanHouten frunció los labios. —Lamento no poder satisfacer tus caprichos infantiles, pero me niego a compadecerte, como estás acostumbrada. —No quiero su compasión—lecontesté. —Como todos los niños enfermos —me dijo con tono indiferente—, dices que no quieres compasión, pero tu propiaexistencia depende deella. —Peter —añadió Lidewij. Pero Van Houten se reclinó y siguió hablando. Las palabras se gestaban en su boca de borracho. —Es inevitable que los niños enfermos se queden atrás. Estás destinada a vivir los días que te quedan como la niña que eras cuando te diagnosticaron la enfermedad, la niña que cree que hay vida después del final de una novela. Y nosotros, como adultos, te compadecemos, así que pagamos tus tratamientos y tus máquinas de oxígeno. Te damos de comer y de beber aunque hay pocas posibilidades de que vivas lo suficiente… —¡PETER! —gritó Lidewij. —Eres un efecto colateral —siguió diciendo Van Houten— de un proceso evolutivo al que le importan poco las vidas individuales. Eres un experimento de mutación fallido. —¡DIMITO! —gritó Lidewij con lágrimas en los ojos. Pero yo no estabaenfadada. VanHouten buscabala manera más hiriente de decirme la verdad, pero por supuesto yo ya sabía la verdad. Había pasado años contemplando eltecho de mi habitación y dela UCI, de modo que hacía mucho tiempo que había encontrado las maneras más hirientes de imaginar mi enfermedad. Di un paso haciaél. —Escúchame, gilipollas —le dije—. No puedes decirme nada sobre la enfermedad que no sepa. Necesito única y exclusivamente unacosa detiantes de quesalga detu vida parasiempre:¿QUÉ LE SUCEDE ALAMADREDEANNA? Alzó ligeramente su fofa barbilla hacia mí y se encogió de hombros. —Puedo decirte lo que le sucede tanto como lo que le pasa al narrador de Proust, a la hermana de Holden Caulfield o a Huckleberry Finn cuando se marcha al oeste. —¡GILIPOLLECES! Puras gilipolleces. ¡Dímelo de una vez! ¡Invéntatealgo! —No, y te agradecería que no dijeras palabrotas en micasa. No es propio de unaseñorita. Seguía sin estar enfadada, pero ponía todo mi empeño en conseguir lo que me había prometido. Algo seapoderó de mí, meacerquéa VanHouten y le pegué un golpe en la abotargada mano que sujetaba el vaso de whisky. El resultado fue que el whisky le salpicó toda la cara, y el vaso le rebotó en la nariz, dio vueltas por losaires y seestrelló con un ruido espantoso contra el viejo suelo de madera. —Lidewij —dijo Van Houten con tono tranquilo—, unmartini, por favor. Solo una gota de vermut. —He dimitido —lecontestó lachica. —No seas ridícula. No sabía qué hacer. Ser buena no había funcionado. Ser mala tampoco. Necesitaba una respuesta. Había hecho un largo camino y le había robado aAugustus su deseo. Necesitabasaberlo. —¿Alguna vez te has parado a preguntarte por qué te importan tanto tus estúpidas preguntas? —me dijo arrastrando las palabras. —¡LO PROMETISTE! —grité. Creí oír el llanto de impotencia de Isaac la noche de los trofeos rotos. VanHouten no mecontestó. Estaba todavía frente a él, esperando que me dijera algo, cuando sentí que Augustus me cogía del brazo y tiraba de mí hacia la puerta. Lo seguí mientras Van Houten despotricaba sobre lo ingratos que eran los adolescentes de hoy en día y cómo se había perdido la educación, y Lidewij, histérica, le gritaba en holandés a toda velocidad. —Tendréis que perdonar a mi ex asistente —dijo Van Houten—. El holandés es más una enfermedad de la garganta que unalengua. Augustus siguió tirando de mí hasta que cruzamos la puerta delacalle y salimosala mañana primaveral, con elconfeticayendo delos olmos. Para mí no existían las huidas deprisa y corriendo, pero bajamos la escalera, Augustus sujetando mi carrito, y emprendimos el regreso al Filosoof por una acera desigual de imbricados ladrillos rectangulares. Por primera vez desdeloscolumpios meechéallorar. —Hey —me dijo Augustus tocándome la cintura—. Eh, no pasa nada. Asentí ymesequélacaracon el dorso dela mano. —Es un capullo. Volvíaasentir. —Teescribiré un epílogo —me dijo Gus. Me hizo llorarconmás fuerza. —Sí—continuó—, lo escribiré. Mejor quecualquier mierda que pueda escribir ese borracho. Se le ha reblandecido el cerebro. Ni siquiera recuerda que escribió el libro. Puedo escribir diez veces la historia que pueda escribir ese tipo. Habrá sangre, tripas y sacrificio. Un dolor imperial yEl precio del amanecer se dan la mano. Teencantará. Seguí asintiendo y fingiendo sonreír. Augustus me abrazó. Sus fuertes brazos me apretaron contra su pecho musculoso y le mojé un poco el jersey, pero luego merecuperé un poco y pude hablar. —He gastado tu deseo en este gilipollas —le dije apoyadacontrasu pecho. —Hazel Grace, no. Estoy de acuerdo en que has gastado mi único deseo, pero no en él. Lo has gastado en nosotros. Oí el sonido de unos tacones corriendo hacia nosotros por la acera y me giré. Era Lidewij, con el lápiz de ojos corrido por toda la cara y horrorizada, con razón. —Quizá podríamos ir a la casa de Ana Frank — dijo. —Yo no voy a ninguna parte con ese monstruo —le respondió Augustus. —Él no estáinvitado —contestó Lidewij. Augustus, protector, seguía abrazándome. Me acarició lacaracon una mano. —No creo que… —empezó a decir. Pero lo interrumpí. —Tenemos queir. Todavía quería respuestas de Van Houten, pero no era lo único. Solo me quedaban dos días en Amsterdam con Augustus Waters. No iba a permitir que un viejo patético melosecharaa perder. Lidewij conducía un viejo Fiat gris con un motor que sonaba como una niña de cuatro años nerviosa. Mientrascirculábamos por lascalles deAmsterdam, no dejaba de pedirnos disculpas. —Lo siento mucho. No tiene excusa. Está muy enfermo —nos dijo—. Pensé que veros lo ayudaría. Quería que viera quesu obra hainfluido en vidas reales, pero… Lo siento mucho. Hasido bochornoso. NiAugustus ni yo dijimos nada. Yo iba en elasiento trasero, detrás de él. Pasé la mano entre la carrocería delcoche y su asiento para buscar la suya, pero no la encontré. —He seguido trabajando con él porque creo que es un genio y porque me paga muy bien —siguió diciendo Lidewij—, pero se haconvertido en unmonstruo. —Supongo que se hizo bastante rico con el libro — lecontesté. —Oh, no, no. Es un Van Houten —me contestó—. En el siglo XVII un antepasado suyo descubrió cómo mezclar cacao en agua. Algunos Van Houten se trasladaron a Estados Unidos hace mucho, y Peter desciende deellos, pero vino a vivira Holanda después de publicar su novela. Es una vergüenza para su importantefamilia. El motor gritó. Lidewij cambió de marcha y cruzamos un puentesobre un canal. —Son sus circunstancias —nos dijo—. Las circunstancias lo han hecho tan cruel. No es malo. Pero hoy no pensaba que… Cuando ha dicho esas barbaridades, no podía creérmelo. Lo siento mucho. Lo siento muchísimo. Tuvimos que aparcar a una manzana de la casa deAna Frank. Mientras Lidewij hacía cola para sacar nuestras entradas, me senté con la espalda apoyada en un pequeño árbol y observé las casas flotantes amarradas en elcanal Prinsengracht. Augustus estaba de pie ante mí, trazando pequeños círculos con mi carrito del oxígeno y contemplando cómo giraban las ruedas. Quería que se sentara a mi lado, pero sabía que le resultaba muy difícilsentarse, y todavía más levantarse. —¿Estás bien? —me preguntó. Me encogí de hombros y alargué una mano para tocarlela pierna. Erasu piernafalsa, pero dejéla mano. Me miró desdearriba. —Quería… —le dije. —Ya sé —me contestó—, ya sé, pero por lo visto elmundo no es unafábrica deconceder deseos. Me hizo sonreír un poco. Lidewij volvió con las entradas, pero con sus finos labios fruncidosen un gesto preocupado. —No hay ascensor —nos dijo—. Lo siento muchísimo. —No pasa nada —le dije. —No, haymuchasescaleras —dijo—. Deescalones altos. —No pasa nada —repetí. Augustusempezó a deciralgo, pero lo interrumpí. —No pasa nada. Puedo subir. Empezamos en una sala que mostraba un vídeo sobre los judíosenHolanda, la invasión nazi y la familia Frank. Luego subimos a la casa del canal en la que estuvo la empresa de Otto Frank. La escalera era pronunciada tanto para Augustus como para mí, pero me sentía fuerte. Enseguida contemplé la famosa estantería que había ocultado a Ana Frank, a su familia y a otrascuatro personas. Estabaseparada dela pared, y detrás de ella había una escalera todavía más pronunciada, de una anchura en la que solo cabía una persona. Había gente visitando la casa, y yo no quería que tuvieran que esperarme, pero Lidewij les pidió un poco de paciencia y empecé a subir. Lidewij me siguió con elcarrito, y detrás deellasubió Gus. Eran catorce escalones. No dejaba de pensar en la gente que iba detrás de nosotros —en su mayoría adultos que hablaban diferentes lenguas— y me sentía incómoda, como un fantasma que reconforta y atormenta a la vez, pero por fin llegué a una inquietante habitación vacía y me apoyé en la pared. Mi cerebro decía a mis pulmones: «Ya está, ya está, traquilos, ya está», y mis pulmones decían a mi cerebro: «Ay, aquí nos morimos». Nisiquiera había visto llegaraAugustus, que se acercó, se pasó la mano por la frente, como diciendo «¡uf!». —Eres unacampeona —me dijo. Tras varios minutos apoyada en la pared, me dirigía la siguiente habitación, la que Ana compartió con el dentista Fritz Pfeffer. Era diminuta y no tenía un solo mueble. Nunca pensarías que alguien vivió en aquella habitación si no fuera porque las fotos de revistas y periódicos que Ana Frank pegó en la pared seguían ahí. Otraescaleraconducíaala habitación en la que vivió la familia Van Pels, más pronunciada todavía que la anterior y con dieciocho peldaños, básicamente una escalera de mano con pretensiones. Llegué al umbral, miré hacia arriba y pensé que no podía, pero sabía que el único camino erasubir. —Volvamos —dijo Gus detrás de mí. —Estoy bien—lecontestéen voz baja. Es una tontería, pero pensaba que se lo debía —a Ana Frank, quiero decir—, porqueellaestaba muerta y yo no, porque se había pasado mucho tiempo en silencio y con las persianas bajadas, lo había hecho todo bien, pero aun así murió, de modo que yo tenía que subir los escalones y ver el resto delespacio en el que vivió duranteaños, antes de quellegarala Gestapo. Empecé a subir la escalera casi a gatas, como una niña, al principio despacio para poder respirar, pero después un poco más deprisa porque sabía que no iba a poder respirar y quería llegar arriba antes de estar agotada. La oscuridad invadía mi campo de visión mientras me arrastraba por los dieciocho escalones de mierda. Por fin llegué, casiciega, con náuseas y con los músculos de las piernas y de los brazos pidiendo oxígeno a gritos. Me desplomé contra una pared jadeando. Por encima de mí había una estructura cuadrada de vidrio clavada en la pared. Alcé los ojos para ver el techo a través de ella e intenté no desmayarme. Lidewijseagachó a milado. —Yaestásarriba deltodo. No haymásescaleras. Asentí. Me daba más o menos cuenta de que las personas que me rodeaban me miraban preocupadas, de que Lidewij hablaba en voz baja con varios visitantes en una lengua, luego en otra, y en otra más, de que Augustus estaba de pie frente a mí y me acariciabael pelo con una mano. Largo rato después Lidewij yAugustus meayudaron a levantarme y vi lo que protegía la estructura de vidrio: marcas a lápizen el papel pintado que señalaban cómo habían ido creciendo los niños en el anexo durante el período en que vivieron allí, centímetro a centímetro, hasta que no pudieron seguircreciendo. Allí terminaba la zona en la que vivieron los Frank, pero el museo continuaba. En un largo y estrecho vestíbulo había fotos de las ocho personas que vivieron en elanexo y descripciones de cómo, dónde y cuándo murieron. —Fue el único miembro de la familia que sobrevivió a la guerra —nos contó Lidewij refiriéndose a Otto, el padre de Ana. Hablaba en susurros, como si estuviéramos en una iglesia. —En realidad no sobrevivió a una guerra, sino a un genocidio —dijo Augustus. —Es cierto —respondió Lidewij—. No sé cómo es posibleseguiradelantesin tu familia. No lo sé. Mientras leía la información sobre los siete que murieron, pensaba en Otto Frank, que dejó de ser padre, y lo único que le quedó tras perder a sumujer y a sus dos hijas fue un diario. Al final del vestíbulo, un libro enorme, más grande que un diccionario, contenía los nombres de los ciento tres mil holandeses que murieron en el Holocausto. (Una etiqueta en la pared explicaba que solo sobrevivieron cinco mil deportados judíos, cinco mil Otto Frank.) El libro estaba abierto por la página en la que aparecía el nombre de Ana Frank, pero lo que me llamó la atención fue que justo debajo desu nombre habíacuatroAron Frank. Cuatro. Cuatro Aron Frank sin museo, sin detalles históricos y sin nadie que llorara por ellos. Decidí en silencio recordar y rezar por los cuatro Aron Frank mientras estuviera viva. (Quizá algunos necesiten creer en un Dios real y omnipotente pararezar, pero yo no.) Cuando llegábamosalfinal delasala, Gus se detuvo. —¿Estás bien? —me preguntó. Asentí. —Lo peor es que casi se salva, ¿sabes? —me dijo señalando la foto deAna—. Murió unas semanas antes de quelos liberaran. Lidewij se alejó unos pasos para ver un vídeo, y yo cogía Augustus de la mano mientras entrábamos en la siguiente sala. Era una sala triangular con cartas que Otto Frank escribió en los meses en que buscaba a sus hijas. En medio de la sala, en la pared, se proyectaba un vídeo en el que aparecía Otto Frank hablando en inglés. —¿Quedan nazis a los que pueda perseguir y llevar ante la justicia? —me preguntó Augustus mientras nos acercábamosalas vitrinas paraleer lascartas de Otto y las sangrantes respuestas, que decían que no, nadie había visto asus hijas tras laliberación. —Creo que están todos muertos, pero no creo que los nazis tuvieran elmonopolio delmal. —Es verdad —me contestó—. Podemos hacer una cosa, Hazel Grace: nos unimos y formamos juntos una patrulla de discapacitados que clame por todo el mundo, repare daños, defiendaalos débiles y protejaa los queestén en peligro. Aunque era su sueño, no el mío, acepté. Al fin y al cabo,él habíaaceptado elmío. —Laaudaciaserá nuestraarmasecreta —le dije. —Nuestras gestas sobrevivirán mientras el ser humano tenga voz—dijo Augustus. —Incluso después, cuando los robots recuerden lo absurdos que eran los sacrificios y la piedad de los hombres. —Los robots se reirán de nuestra valiente locura — dijo—. Pero algo en sus corazones de hierro anhelará haber vivido y haber muerto como nosotros, cumpliendo nuestra misión como héroes. —Augustus Waters —le dije. Alcé la mirada hacia él y pensé que no estaba bien besar a alguien en la casa de Ana Frank, pero luego pensé que,alfin y alcabo, Ana Frank besó aalguien en la casa de Ana Frank, y que seguramente nada le habría gustado más para su casa que verla convertida en un lugar en el que jóvenes irreparablemente destrozados seabandonan alamor. Otto Frank decía en el vídeo, en su inglés con acento: «Debo decir que me sorprendió mucho que los pensamientos de Anafueran tan profundos». Nos besamos. Solté elcarrito del oxígeno y le pasé la mano por la nuca, y él me alzó por la cintura hasta dejarme de puntillas. Cuando sus labios entreabiertos rozaron los míos, empecé a sentir que me faltaba la respiración, pero de una manera nueva y fascinante. El mundo que nos rodeaba se esfumó, y por un extraño momento me gustó realmente mi cuerpo. De pronto, aquelcuerpo destrozado porelcáncer quellevabaaños arrastrando parecía merecer la batalla, los tubos en el pecho, las cánulas y la incesante traición de los tumores. «Era una Ana muy diferente de la que había conocido como mi hija. La verdad es que nunca mostraba este tipo de sentimientos íntimos», continuó diciendo Otto Frank. El beso se prolongó mientras Otto Frank seguía hablando detrás de mí. «Y como yo mantenía una excelente relación con Ana, miconclusión es que la mayoría de los padres no conocen realmenteasus hijos.» Me di cuenta de que tenía los ojos cerrados y los abrí. Augustus estaba mirándome, sus ojos azules más cerca de mí que nunca, y detrás deél una multitud había formado a nuestro alrededor una especie de grueso corro. Pensé que estarían enfadados. Horrorizados. Estos jovencitos y sus hormonas, pegándose el lote debajo de un vídeo que reproducía la voz quebrada de un padre que había perdido asus hijas. Me separé de Augustus, que me dio un beso en la frente mientras yo miraba fijamente mis Converse. Entonces empezaron a aplaudir. Toda aquella gente, aquellos adultos, empezó a aplaudir, y alguien gritó «¡Bravo!» con acento europeo. Augustus se inclinó hacia delante con una sonrisa. Yo, riéndome, hice una ligera reverencia justo cuando volvía a estallar un aplauso. Nos dispusimos a bajar, pero primero dejamos que aquellos adultos pasaran por delante de nosotros. Justo antes de llegar a la cafetería (donde un bendito ascensor nos llevó a la planta baja y a la tienda del museo) vimos páginas del diario de Ana y también su libro de citas, que no se había publicado. Este libro estaba abierto en una página que contenía citas de Shakespeare. Ana había anotado: «¿Quién es tan firme que no sele puedaseducir?». Lidewij nos acompañó en coche al Filosoof. Aunque estaba lloviznando, Augustus y yo nos quedamos en la acera, frenteal hotel, mojándonos poco a poco. Augustus:Tendrías que descansar un rato. Yo:Estoy bien. Augustus:Bien. (Pausa.)¿En qué piensas? Yo:En ti. Augustus:¿En qué de mí? Yo: «No sé qué preferir, / si la belleza de las inflexiones / o la belleza de las insinuaciones, / el mirlo cuando silba/ o cuando acaba de hacerlo». Augustus:Quésexy eres. Yo:Podríamos iratu habitación. Augustus:He oído ideas peores. Nosapretamosen el diminuto ascensor, todo él, incluso el techo, deespejo. Tuvimos quetirar dela puerta para cerrar, y luego el viejo cacharro chirrió mientras subía lentamente al segundo piso. Estaba cansada, sudorosa y preocupada porestar hecha un asco y oler fatal, pero aun así besé aAugustus en elascensor. Élse apartó un poco, señaló un espejo y dijo: —Mira, infinitas Hazel. —Hay infinitos más grandes que otros infinitos — contesté arrastrando las palabras e imitando a Van Houten. —Menudo mamarracho de mierda —añadió Augustus. Tardamos unaeternidad en llegaralsegundo piso.Al final, el ascensor dio una sacudida, se detuvo y Augustus empujó la puerta de espejo. Cuando estaba medio abierta, hizo un gesto de dolor y dejó de empujarla un segundo. —¿Estás bien? —le pregunté. —Sí, sí—mecontestó—. Es solo quela puerta pesa demasiado, metemo. Volvió a empujar y la abrió. Me dejó salir antes que él, por supuesto, pero no sabía hacia dónde dirigirme, así que me quedé paradajunto ala puerta delascensor. Gus se detuvo también,con lacaratodavíacontraída. —¿Estás bien? —volvía preguntarle. —Solo en baja forma, Hazel Grace. No hay problema. Estábamos en medio del vestíbulo. Augustus no se dirigía hacia su habitación, y yo no sabía cuál era. Al ver que no salíamos de aquel punto muerto, llegué a la conclusión de que estaba intentando encontrar la manera de no enrollarse conmigo, de que no debería habérselo propuesto yo, de que no era propio de una señorita, y por lo tanto no le había gustado a Augustus Waters, que me miraba imperturbable, intentando que se le ocurriera una manera de zafarse de la situación con elegancia. Ypor fin, tras unaeternidad, me dijo: —Es porencima delarodilla. Seestrecha un poco y luego solo hay piel. La cicatrizes asquerosa, pero solo parece… —¿Qué? —le pregunté. —Mi pierna —me contestó—. Asíestás preparada por si… quiero decir, por sila ves y… —Venga, supéralo de una vez. Avancé los dos pasos que me separaban de él, lo besé muy fuerte, presionándolo contra la pared, y seguí besándolo mientras se hurgaba en el bolsillo buscando lallave dela habitación. Nos metimos sigilosamente en la cama. El oxígeno limitaba un poco mi libertad de movimientos, pero aun así me coloqué encima de él, le quité el jersey y saboreé el sudor de su piel por debajo de la clavícula mientras le susurraba: «Te quiero, Augustus Waters». Al oírmelo decir, su cuerpo se relajó. Extendió los brazos e intentó quitarme la camiseta, pero se quedó enredadaen eltubo. Mereí. —¿Cómo puedes desnudarte todos los días? —me preguntó mientras yo desenredabalacamiseta. Fue unaestupidez, pero de pronto se me ocurrió que mis bragas de color rosa no pegaban con mi sujetador violeta, como si loschicos sefijaran en estascosas. Me deslicé debajo del edredón y me quité los vaqueros y los calcetines. Y después contemplé el baile del edredón mientras Augustus, debajo de él, se quitaba primero los vaqueros y después la pierna. Nos tumbamos bocaarriba, muy juntos, tapadoscon el edredón, y un segundo después alargué la mano hasta su muslo y la deslicé hacia abajo, hacia el muñón, donde estaba la gruesa cicatriz. Agarré el muñón un instante, yAugustus seestremeció. —¿Te duele? —le pregunté. —No —mecontestó. Secolocó delado yme besó. —Estás buenísimo —le dije con la mano todavía en su pierna. —Empiezo a pensar que te dan morbo los amputados —mecontestó sin dejar de besarme. Mereí. —Me da morbo Augustus Waters —leexpliqué. La cosa fue exactamente lo contrario de lo que me había imaginado: lenta, paciente, silenciosa y ni especialmente dolorosa ni especialmente extasiante. Tuvimos problemas con los condones, a los que no presté demasiada atención. No rompimos el cabezal. No gritamos. La verdad es que seguramente fue la vez que pasamos más tiempo juntos sin hablar. Solo una cosa siguió elestereotipo: después, cuando tenía la cara apoyada en el pecho de Augustus y escuchabalos latidos desu corazón, me dijo: —HazelGrace, se mecierran literalmentelos ojos. —Abusas delaliteralidad —lecontesté. —No —me dijo—. Estoymuy cansado. Giró la cara, y yo seguícon el oído sobre su pecho, escuchando sus pulmones ajustarse al ritmo del sueño. Al rato me levanté, me vestí, encontré un bloc con el membrete del hotel Filosoof y le escribí una carta de amor: Querido Augustus: T u y a, Haz e l Gra c e Demo version limitation Demo version limitation Capítulo 15 Unos días después, en casa de Gus, sus padres, mis padres, él y yo nos apretábamos alrededor de la mesa del comedor y comíamos pimientos rellenos sobre un mantel que, según el padre de Gus, no utilizaban desde elsiglo pasado. Mi padre:Emily,esterisotto… Mimadre:Está delicioso. La madre de Gus:Gracias. Puedo daros lareceta. Gus, tragando un bocado: Mirad, a primer bocado diría que no tiene nada que vercon elOranjee. Yo: Bien visto, Gus. Aunque la comida está deliciosa, no sabecomo en elOranjee. Mimadre:Hazel. Gus:Sabea… Yo:Comida. Gus: Sí, exacto. Sabe a comida muy bien cocinada. Pero no sabe a… ¿cómo podría decirlo con delicadeza? Yo: No sabe como cuando Dios en persona cocina el cielo en una serie de cinco platos que después te sirven acompañados de bolas luminosas de plasma fermentado y burbujeante mientras pétalos reales y literales descienden flotando alrededor detumesajunto alcanal. Gus:Muy bien expresado. El padre de Gus:Nuestros hijos son raros. Mi padre:Muy bien expresado. Una semana después de aquella cena, Gus acabó en urgencias con dolor de pecho y lo dejaron ingresado, así que a la mañana siguiente fui a visitarlo a la cuarta planta del Memorial. No había estado en el Memorial desdela visitaaIsaac. Las paredes no estaban pintadas de colores vivos y empalagosos ni había cuadros de perros conduciendo coches, como en el Hospital Infantil, sino queeratan absolutamenteaséptico que me hizo sentir nostalgia de aquellas gilipolleces que hacían felices a los niños. El Memorial era funcional. Era un almacén. Un prematorio. Cuando las puertas del ascensor se abrieron en la cuarta planta, vi a la madre de Gus recorriendo de un lado a otro la sala de espera y hablando por el móvil. Colgó rápidamente, me abrazó y se ofreció a llevarme elcarrito. —No es necesario —le dije—.¿Cómo está Gus? —Ha pasado una noche difícil, Hazel —respondió —. Su corazón está trabajando demasiado duro. Tiene que frenar la actividad. De ahora en adelante, silla de ruedas. Están dándole una medicina nueva que debería aliviarle un poco el dolor. Sus hermanas están a punto dellegar. —Bien—le dije—.¿Puedo verlo? Me rodeó con el brazo y me apretó el hombro. Me sentírara. —Sabes que te queremos, Hazel, pero ahora mismo preferimos estar en familia. Gus está de acuerdo. ¿Te parece bien? —Bien—lecontesté. —Le diré que has venido. —Bien —le dije—. Creo que me quedaré un rato a leer. La madre de Gus cruzó el pasillo en dirección a la habitación. Lo entendía, pero eso no evitaba que lo echara de menos, que pensara que quizá estaba perdiendo mi última oportunidad de verlo y de despedirme de él. La sala de espera estaba enmoquetada de color marrón, y las sillas también estaban forradas de tela marrón. Me senté un rato en un sofá de dos plazas, con elcarrito del oxígeno entre los pies. Me había puesto las Converse y lacamiseta de Ceci n’est pas une pipe, exactamente la misma ropa que había llevado dos semanas antes, la tarde del diagrama de Venn, pero Gus no lo vería. Me pusea ver las fotos del móvil, un catálogo en sentido inverso de los últimos meses, queempezabacon éleIsaacfrentea la casa de Monica y terminaba con la primera foto que le hice, cuando fuimos a los Funky Bones. Parecía una eternidad, como si hubiéramos estado juntos una breve pero infinita eternidad. Hay infinitos más grandes que otros infinitos. Dos semanas después, empujaba la silla de ruedas de Gus por el parque, en dirección a los Funky Bones, con una botella entera de champán carísimo y mi bombona de oxígeno en su regazo. El champán había sido una donación de un médico de Gus, ya que Gus era de esas personas que inspiran a los médicos a regalar sus mejores botellas dechampán aloschavales. Gus estaba en su silla de ruedas, y yo me senté en el césped, lo máscerca delos Funky Bones que pudimos llegar con la silla de ruedas. Señalé a los niños pequeños picándose entre sí por saltar del tórax al hombro, y Gus me contestó en voz baja, en el volumen mínimo para quelo oyeraa pesar deljaleo: —La última vez me imaginaba a mí mismo como un niño. Ahora me veo como elesqueleto. Bebimosen vasos de papel de Winniethe Pooh. Capítulo 16 Un díatípico con elGus dela últimaetapa. Pasé por su casa hacia las doce del mediodía, cuando ya había desayunado y había vomitado el desayuno. Estaba esperándome en la puerta, sentado en su silla de ruedas. Ya no era el chico guapo y musculoso que me miraba fijamente en el grupo de apoyo, pero seguía esbozando medias sonrisas, seguía fumando sin encender el cigarrillo, y sus ojos azules brillaban llenos de vida. Comimos con sus padres en la mesa del comedor. Sándwiches de mantequilla de cacahuete y jalea, y espárragos de la noche anterior. Gus no comió. Le preguntécómo seencontraba. —Muy bien—mecontestó—.¿Ytú? —Bien.¿Qué hicisteanoche? —Dormí un montón. Quiero escribirte la segunda parte del libro, Hazel Grace, pero estoy siempre supercansado. —Puedescontármela —le dije. —Bueno, mantengo mi anterior análisis sobre el TulipánHolandés. No es un farsante, pero tampoco tan rico como dabaaentender. —¿Yqué pasacon la madre de Anna? —Todavía no lo tengo claro. Paciencia, saltamontes. Augustus sonrió. Sus padres lo miraban en silencio, sin apartar la vista, como si quisieran disfrutar del Show de Gus Waters mientrasestuvieraen laciudad. —Aveces sueño con escribir mis memorias. Seríalo ideal para queel público que meadora merecordara. —¿Para qué necesitas un público que te adore teniéndomea mí? —le pregunté. —Hazel Grace, cuando se es tan encantador y atractivo como yo, no es difícilcamelarteala gente que conoces. Pero conseguir quete quieran extraños… Ese esel punto. Puselos ojosen blanco. Después de comer salimos al patio. Todavía podía desplazarse solo en la silla de ruedas y levantar ligeramente las ruedecillas delanteras para subir el pequeño peldaño de la puerta. Apesar de todo, seguía atlético, mantenía el equilibrio, y ni siquiera la gran cantidad de narcóticos podía anular del todo sus rápidos reflejos. Sus padres se quedaron dentro, pero, cuando eché un vistazo hacia el comedor, vi que no dejaban de mirarnos. Nos sentamos y nos quedamosen silencio unminuto. —Algunas veces me gustaría tener los columpios — me dijo por finGus. —¿Los de mi patio? —Sí. Tengo tanta nostalgia que puedo echar de menos un columpio en el que nunca hesentado elculo. —La nostalgia es un efecto colateral delcáncer —le dije. —Qué va. La nostalgia es un efecto colateral de estar muriéndose —mecontestó. El viento soplaba por encima de nuestras cabezas, y las sombras de las ramas se movían sobre nuestra piel. Gus meapretó la mano. —Me gustaesta vida, HazelGrace. Entramoscuando tuvo queadministrarse la medicación, que le metían junto con líquido nutritivo por un tubo-G, un trozo de plástico que se introducía en su barriga. Se quedó un rato tranquilo, como ausente. Su madre quería que echara una siesta, pero élempezó a sacudir lacabezaen cuanto selo propuso, así que dejamos que se quedara un rato medio dormido en lasilla. Sus padres vieron un viejo vídeo de Gus con sus hermanas. Ellas tenían más o menos mi edad, y Gus unos cinco años. Jugaban al baloncesto delante de otra casa, y aunque Gusera muy pequeño, driblaba como si hubiera nacido con ese don y corría alrededor de sus hermanas, que se reían. Era la primera vez que lo veía jugando al baloncesto. —Era bueno —dije. —Tendrías que haberlo visto en el instituto — comentó su padre—. El primer año ya empezó en el primerequipo. —¿Puedo bajara mi habitación? —murmuró Gus. Sus padres bajaron la silla de ruedas con Gus sentado en ella, dando grandes botes que habrían sido peligrosos si el peligro no hubiera dejado de ser importante, y después nos dejaron solos. Se metió en la cama, y yo me tumbé con él debajo del edredón, él boca arriba y yo de lado, con la cabeza apoyada en su hombro huesudo, su calor traspasando la camiseta y llegando a mi piel, mis pies enredados con su pie real y mimano en sumejilla. Cuando tuve su cara tan pegada a mi nariz que solo le veíalos ojos, nunca habría dicho queestabaenfermo. Nos besamos, luego nos quedamos tumbados escuchando elálbumde The Hectic Glow que lleva su mismo nombre, y al final nos quedamos dormidos así, como un entrelazamiento cuántico detubos y cuerpos. Cuando nos despertamos, preparamos un ejército de cojines para sentarnos cómodamente contra elcabezal de la cama y jugar a Contrainsurgencia 2: El precio del amanecer. Yo era malísima, por supuesto, pero mi torpeza era útil para él, porque así le resultaba más sencillo tener una muerte hermosa, colocarse de un salto ante la bala de un francotirador y sacrificarse por mí o matar a un centinela que estaba a punto de dispararme. Le encantaba salvarme. Gritaba: «¡Hoy no vas a matar a mi novia, terrorista internacional de dudosa nacionalidad!». Se me pasó por la cabeza fingir que me atragantaba o algo así para que pudiera hacerme la maniobra de Heimlich. Quizá asíse libraría delmiedo a haber vivido su vida, y haberla perdido, sin una buena causa. Pero luego pensé que quizá no le quedaba fuerza suficiente para hacerme la maniobra, y eso me obligaría a confesar que había sido una treta, con la consiguiente humillación paralos dos. Es jodidamente duro no perder la dignidad cuando el amanecer brilla en tus ojos, que se pierden, y en eso pensaba mientras perseguíamos a los malos entre las ruinas de unaciudad inexistente. Al final bajó su padre, que trasladó a Gus al piso de arriba, y en la entrada, debajo de un estímulo que me decía que los amigos son para siempre, me arrodillé para darle un beso de buenas noches. Volví a casa a cenar con mis padres y dejé a Gus comiendo (y vomitando) su cena. Vilatele un rato ymefuia dormir. Me desperté. Hacialas doce delmediodía volvíaempezar. Capítulo 17 Una mañana, un mes después de haber vuelto de Amsterdam, fui a su casa. Sus padres me dijeron que estaba todavía durmiendo en su habitación, así que antes deentrar llaméfuerteala puerta. —¿Gus? Lo encontré murmurando en una lengua incomprensible. Se había meado en la cama. Era espantoso. No meatrevía nia mirar, la verdad. Llaméa gritos a sus padres, que bajaron, y yo subí al salón mientras lo lavaban. Cuando volvía bajar,empezabaa despertarse delos narcóticos y regresaba a la cruel realidad. Coloqué las almohadas para que pudiéramos jugar a Contrainsurgencia en el colchón sin sábanas, pero estaba tan cansado y ajeno al juego que era casi tan malo como yo, así que nos mataban a los dos a los cinco minutos escasos. Ylas muertes no eran heroicas, sino despreocupadas. La verdad es que no le dije nada. Supongo que prefería que olvidara que yo estaba allí, y esperaba que no recordara que había encontrado al chico al que amaba trastornado en medio de un gran charco de meados. Esperaba que me mirara y me dijera: «Hola, HazelGrace.¿Cómo has llegado hastaaquí?». Pero desgraciadamentelo recordaba. —Cada minuto que pasa adquiero un conocimiento más profundo de lo que significa la palabra «humillado» —me dijo por fin. —Yo también me he meado en la cama, Gus, créeme. No es tan grave. —Antes solías… —añadió, pero seinterrumpió para respirar profundamente— llamarme Augustus. —¿Sabes? —me dijo algo después—, es una chiquillada, pero siempre pensé que mi esquela aparecería en todos los periódicos, que tendría una historia que merecería la pena contar. Siempre tuve la secretasospecha de queeraespecial. —Lo eres —contesté. —Yasabes lo que quiero decir. Sabía lo que quería decir, pero no estaba de acuerdo. —Me daigualsielNew York Times me escribe una esquela. Lo único que quiero es que meescribas unatú. Dices que no eres especial porque el mundo no sabe nada deti, pero decireso es insultarme. Yo sísé deti. En lugar de disculparse, me dijo: —No creo quellegueaescribir unaesquela parati. Mefrustrabasu actitud. —Solo quiero ser suficiente para ti, pero nunca lo soy. Nunca puedo ser suficiente para ti. Pero es lo que tienes. Me tienes a mí, tienes a tu familia y este mundo. Esta es tu vida. Lamento que sea una mierda, pero no vas a ser el primer hombre que pisa Marte, ni una estrella de la NBA, ni vas a perseguir a nazis. Mírate a timismo, Gus. No mecontestó. —No pretendo… —empecéa decir. —Sí, lo pretendes —meinterrumpió. Intenté disculparme. —No, perdona —me dijo—. Tienes razón. Dejémoslo correr y vamosajugar. Así quelo dejamoscorrer y jugamos. Capítulo 18 Me despertó el móvil con una canción de The Hectic Glow, la favorita de Gus. Eso quería decir que estaba llamándome, o que me llamaba alguien desde su teléfono. Miré la hora: las 2.35 de la madrugada. «Se ha muerto», pensé. Todo dentro de míse desmoronó. Apenas pudearticular un «Hola». Esperaba oír la voz destrozada de su padre o de su madre. —HazelGrace —dijo Augustuscon voz débil. —Uf, menos mal que eres tú… Hola, hola. Te quiero. —Hazel Grace, estoy en la gasolinera. Tengo problemas. Tienes queayudarme. —¿Qué?¿Dóndeestás? —En la autopista, en la Sesenta y ocho con Ditch. He hecho algo malcon eltubo-Gy no puedo… —Voy allamaraemergencias —le dije. —Nooooooooooooooo. Me llevarán al hospital. Hazel, escúchame. No llames a emergencias ni a mis padres, no te lo perdonaré en la vida, no, por favor, ven, solo ven a meterme el puto tubo-G. Solo estoy… Joder, qué gilipollez. No quiero que mis padres sepan que he salido de casa. Por favor. Tengo el medicamento. Es solo que no me lo puedo meter. Por favor. Estaba llorando. Solo lo había oído llorar así el día que volábamos a Amsterdam, cuando nos acercábamosala puerta desu casa. —Deacuerdo, voy paraallá —le dije. Apagué el BiPAP y me conecté a una bombona de oxígeno, la metíen elcarrito y me puse unas zapatillas de deporte. Salí con el pantalón de pijama rosa y una camiseta de baloncesto de los Butler que había sido de Gus. Cogí las llaves delcoche delcajón la cocina en el que las dejaba mi madre y escribí una nota por si mis padres se despertabanmientrasestabafuera. He ido a vera Gus. Es importante. Perdón. Un beso, H. Mientras recorría los casi cuatro kilómetros hasta la gasolinera, me espabilé lo suficiente para preguntarme por qué Gus había salido de su casa en plena noche. Quizá había tenido alucinaciones o sus fantasías de mártir se habían apoderado deél. Avancé por lacalle Ditch con las luces parpadeando. Iba a toda velocidad en parte para llegar cuanto antes, y en parte también con la esperanza de que un polime parara y me proporcionara una excusa para contarle a alguien que mi novio moribundo se había quedado atascado junto a una gasolinera con un tubo-G que no funcionaba. Pero no apareció ningún poli dispuesto a tomar una decisión por mí. En elsolar había solo dos coches. Me acerqué alsuyo y abrí la puerta. Las luces interiores se encendieron. Augustus estaba sentado en el asiento del conductor, cubierto de vómitos y apretándose con las manos la zona dela barriga dela quese habíasalido eltubo-G. —Hola —murmuró. —Joder, Augustus, tenemos queiral hospital. —Solo echa un vistazo, por favor. El mal olor me producía arcadas, pero me incliné para examinar la zona en la que le habían colocado el tubo, por encima del ombligo. Tenía la piel del abdomen caliente ymuy roja. —Gus, creo que está infectado. No puedo meterlo. ¿Qué hacesaquí?¿Por qué no estásen casa? Vomitó. Nisiquiera tuvo fuerzas para girar la cara y queel vómito no lecayeraencima. —Ay,cariño… —le dije. —Queríacomprar un paquete detabaco —murmuró —. He perdido el quetenía, o melo han quitado. No lo sé. Me dijeron que me traerían otro, pero quería… hacerlo yo mismo. Haceralgo tan simple por mímismo. Augustus miraba al frente. Saqué el móvil sin decir nada ymarquéel número deemergencias. —Lo siento —le dije. —Emergencias.¿Quélesucede? —Hola. Estoy en la autopista, en la Ochenta y seis con Ditch. Necesito una ambulancia. El amor de mi vidatiene problemascon un tubo-G. Levantó los ojos hacia mí. Era horrible. Apenas podía mirarlo. ElAugustus Waters de las sonrisas torcidas y los cigarrillos sin encender había desaparecido, y en su lugarestabaaquellacriatura desesperada y humillada. —Seacabó. Nisiquiera puedo no fumar. —Gus, te quiero. —¿Qué posibilidades tengo de ser el Peter van Houten dealguien? Dio un débil golpe al volante, y el sonido delclaxon se unió a su llanto. Inclinó la cabeza hacia atrás y miró haciaarriba. —Me odio, me odio, odio esta mierda, la odio, me doy asco, lo odio, lo odio, lo odio, dejad que me muera de una puta vez. Según lasconvenciones del género, Augustus Waters conservó su sentido del humor hasta el final, ni por un segundo renunció a su valor, y su espíritu se elevó como un águila indomable hasta que elmundo no pudo albergar su felizalma. Pero la verdad fue que Augustus se convirtió en un chico digno delástima que quería desesperadamente no dar lástima, que gritaba y lloraba, envenenado por un tubo-G infecto que lo mantenía vivo, pero no lo suficiente. Le limpié la barbilla, le cogí la cara con las dos manos yme arrodillé a su lado para verle los ojos, que todavíaestaban vivos. —Lo siento. Me gustaría que fuera como en aquella película de persas y espartanos. —Amítambién—mecontestó. —Pero no lo es —le dije. —Lo sé. —No haymalos. —Ya. —Ni siquiera el cáncer es malo. El cáncer sencillamente quiere vivir. —Sí. —Estás bien—le dije. Oíalas sirenas. —Sí. Empezabaa perder laconciencia. —Gus, tienes que prometerme que no volverás a hacerlo. Iré yo a buscarteeltabaco,¿deacuerdo? Me miró. Los ojos le bailaban en las órbitas. —Tienes que prometérmelo. Asintió débilmente. Cabeceaba y se le cerraban los ojos. —Gus —le dije—, quédateconmigo. —Léemealgo —me dijo mientras la putaambulancia pasaba delargo aullando. Mientras esperaba a que diera la vuelta y llegara hasta nosotros, le recité el único poema que pude recordar, «La carretilla roja», de William Carlos Williams: tanto depende de una carretilla de ruedas rojas bruñida porelagua de la lluvia junto a los blancos polluelos. Williamsera médico. Me pareció un poema de médico. Cuando lo terminé, la ambulancia seguía alejándose de nosotros, de modo quecontinuéescribiéndolo. —«Y tanto depende —le dije a Augustus— de un cielo azul rasgado por las ramas de los árboles. Tanto depende del transparente tubo-G que sale despedido de la barriga delchico de labios azules. Tanto depende de mí, que observo el universo.» Medio consciente, me miró. —Luego dices que no escribes poesía… — murmuró. Capítulo 19 Volvió a casa unos días después, privado por fin, e irrevocablemente, de sus aspiraciones. Necesitaba más medicación para mitigar el dolor. Se trasladaba cada dos por tres al piso de arriba, a una camilla que habían colocado junto ala ventana delsalón. Fueron días de pijama y barba desastrada, de farfullar, pedir y dar constantemente las gracias a todo elmundo por lo queestaban haciendo porél. Unatarde señaló distraídamente la cesta de la ropa sucia, que estabaen un rincón delasala. —¿Quéeseso? —me preguntó. —¿Lacesta delaropa? —No,allado. —No veo nada. —Es mi último trozo de dignidad. Es muy pequeño. Al día siguiente entré en su casa sin llamar. No les gustaba quellamaraaltimbre porque podía despertarlo. Estaban sus hermanas con sus maridos banqueros y tres hijos, todos niños, que corrieron hacia mí gritando «quién eres, quién eres, quién eres» y dieron vueltas por el vestíbulo como si la capacidad pulmonar fuera un recurso renovable. Ya conocía a las hermanas, pero no asus hijos y asus maridos. —SoyHazel—dije. —Gus tiene novia —dijo un niño. —Yasé que Gus tiene novia —lecontesté. —Tienetetas —añadió otro. —¿De verdad? —¿Por qué llevas eso? —preguntó el primero señalando elcarrito del oxígeno. —Me ayuda a respirar —le contesté—. ¿Gus está despierto? —No,está durmiendo. —Esta muriéndose —contestó otro niño. —Está muriéndose —confirmó el tercero, que de repentese puso muy serio. Por un momento nos quedamos todos en silencio. Me preguntaba qué se suponía que tenía que decir, pero un crío le dio una patada a otro y salieron corriendo, tirándose uno encima de otro en dirección a lacocina. Me acerqué a los padres de Gus, que estaban en el salón, yme presentaron aloscuñados, Chris yDave. Aunque apenas había hablado con sus dos hermanastras, ambas me abrazaron. Julie estaba sentada en el borde de la cama, hablando a un Gus dormido exactamente con el mismo tono al que uno recurriría para decirlea un niño quees monísimo. —Ay, GussyGussy, nuestro pequeño GussyGussy. ¿Nuestro Gussy?¿Selo habían comprado? —¿Qué pasa, Augustus? —le dije intentando comportarmecomo era debido. —Nuestro guapo Gussy —dijo Martha inclinándose haciaél. Empecé a preguntarme siestaba de verdad dormido o si sencillamente había apretado con fuerza la bomba de infusión para el dolor para evitar el ataque de sus bienintencionadas hermanas. Se despertó un rato después y lo primero que dijo fue «Hazel», lo que admito que me alegró mucho, como si también yo formara parte desu familia. —Fuera —me dijo en voz baja—.¿Podemos salir? Salimos. Su madre empujó la silla de ruedas, y las hermanas, los cuñados, el padre, los sobrinos y yo los seguimos. Era un día con nubes, tranquilo y cálido, típico del verano. Gus llevaba una camiseta de manga larga azul marino y un pantalón de chándal. Por alguna razón siempre tenía frío. Pidió un poco de agua, y su padrefuea buscarle un vaso. Martha intentó hacer hablar a Gus. Se arrodilló a su lado. —Siempre has tenido unos ojos preciosos —le dijo. Gusasintió ligeramente. Uno de los maridos pasó un brazo por los hombros de Gus. —¿Quétaltesientaelairefresco? —le preguntó. Gus seencogió de hombros. —¿Quieres medicamentos? —le preguntó su madre uniéndosealcorro delosarrodillados. Di un paso atrás y observé a los sobrinos destrozando un macizo de flores de camino a la pequeña zona de césped del patio de Gus. Inmediatamente empezaron a jugar a un juego que consistíaen tirarse uno a otro alsuelo. —¡Niños! —gritó Julie sin prestarles demasiada atención. Luego se giró hacia Gus y le dijo—: Lo único que espero es que lleguen a ser tan atentos e inteligentescomo tú. Reprimílas ganas de vomitar. —No es tan inteligente —le dijeaJulie. —Tiene razón —dijo Gus—. Lo que pasa es que casi todos los guapos son idiotas, así que supero las expectativas. —Exacto. Lo principales queestá bueno —dije. —Estoy tan bueno que puedo resultar cegador — añadió Gus. —De hecho dejó ciego a nuestro amigo Isaac —dije yo. —Una terrible tragedia, pero ¿puedo evitar mi mortífera belleza? —No. —Cargo con estacara bonita. —Por no hablar detu cuerpo. —En serio, no me obliguéisa hablar de micuerpazo. Dave, mejor que no me veas desnudo. Verme desnudo quitó la respiración a Hazel —dijo señalando con la cabezala bombona de oxígeno. —Basta —contestó el padre de Gus. Y después, sin que viniera a cuento, su padre me pasó un brazo por los hombros yme dio un beso en la cabeza. —Doy gracias a Dios por ti cada día, niña — susurró. Aun así, fue el último día bueno que pasé con Gus hastaelÚltimo Día Bueno. Demo version limitation Capítulo 21 Augustus Waters murió ocho días después de su prefuneral, en la UCI del Memorial, donde el cáncer, que formaba parte de él, acabó parándole el corazón, quetambién formaba parte deél. Estabacon sus padres y sus hermanas. Sumadre me llamó a las tres y media de la madrugada. Supe que había muerto, por supuesto. Antes de irme a la cama había hablado con su padre, que me dijo que podía ser aquella noche, pero aun así, cuando cogíel teléfono de la mesita y vi «Madre de Gus» en la pantalla, me derrumbé. Ella lloraba al otro lado de la línea, me dijo que lo sentía, y yo también le dije que lo sentía, y me contó que había estado inconsciente un par de horas antes de morir. Mis padres entraron en mi habitación y se quedaron mirándome expectantes. Me limité a asentir y se abrazaron, seguro que presintiendo el terror que acabaríallegándoles también aellos. Llamé a Isaac, que se cagó en la vida, en el mundo entero y hasta en Dios, y gritó que dónde estaban los putos trofeos cuando los necesitabas. Luego me di cuenta de que no tenía a nadie más a quien llamar, y eso fue lo más triste. La única persona con la que realmente quería hablar sobre la muerte de Augustus Watersera Augustus Waters. Mis padres se quedaron en mi habitación hasta que amaneció. Alfinalmi padre me preguntó: —¿Quieresestar sola? Asentí. —Estaremosallado dela puerta —dijo mimadre. «No tengo la menor duda», pensé. Era totalmente insoportable, cada segundo peor que el anterior. Pensaba en llamarlo y me preguntaba qué pasaría, si respondería alguien. En las últimas semanas nos habíamos visto obligados a pasar nuestro tiempo juntos recordando, que no era poco. Había perdido el placer de recordar porque ya no tenía a nadie con quien recordar. Era como si perder a la persona que recuerda contigo implicara perder los recuerdos en sí, como si lo que habíamos hecho fuese menos real y menos importante delo quelo habíasido horasantes. Cuando entras en urgencias, una de las primeras cosas que te piden es que puntúes tu dolor en una escala del uno al diez, y a partir de ahí deciden qué medicación administrarte y con qué frecuencia. Me lo habían preguntado cientos de veces en los últimos años, y recuerdo una vez, al principio, en que no podía respirar y sentía que el pecho me ardía, que las llamas me devoraban por dentro delascostillas intentando salir de mi cuerpo, y mis padres me llevaron a urgencias. Una enfermera me preguntó por el dolor, y como nisiquiera podía hablar, le mostré nueve dedos. Más tarde, cuando ya me habían dado algo, entró la enfermera. —¿Sabes por qué sé que eres una luchadora? —me preguntó dándome golpecitos en la mano mientras me tomaba la presión—. Porque has dicho nueve, cuando era diez. Pero no era del todo cierto. Había dicho nueve porque quería reservarme el diez. Yahíestaba, el gran y terrible diez, golpeándome una y otra vez mientras, tumbada en la cama, inmóvil y sola, miraba el techo fijamente, y las olas me lanzaban contra las rocas y volvían a arrastrarme hacia elmar para poder lanzarme otra vez contra el recortado acantilado, y me dejaban flotando bocaarribaen elagua, sin ahogarme. Al final lo llamé. Su teléfono sonó cinco veces y después salió la voz del contestador. «Este es el contestador de Augustus Waters», dijo la voz que me chiflaba. «Deja tu mensaje.» Sonó el pitido. El silencio mortal de la línea me sobrecogió. Solo quería volver con él a aquel secreto lugar posterrenal al que nos trasladábamos cuando hablábamos por teléfono. Esperé a que llegara esa sensación, pero no llegó. El silencio mortal de la línea me incomodaba, así que al finalcolgué. Cogí el portátil de debajo de la cama, lo encendí y entré en su muro, donde habían empezado ya a aparecer lascondolencias. La más reciente decía: Te quiero,amigo. Nos vemos en la otra orilla. La había escrito alguien de quien nunca había oído hablar. En realidad, todas las entradas del muro, que llegaban tan seguidas que apenas tenía tiempo de leerlas, las escribía gente a la que no conocía y de la que Gus nunca me había hablado, personas que ensalzaban sus virtudesahora que había muerto,aunque sabíaacienciacierta que no lo habían visto desde hacía meses y que no habían hecho elmenoresfuerzo por ira visitarlo. Me preguntaba si mi muro sería así si me moría, o si había estado fuera de la escuela y de la vida el tiempo suficiente para librarme de las conmemoraciones generales. Seguíleyendo. Ya te echo de menos,amigo. Te quiero, Augustus. Dios te bendiga y te tenga en su gloria. Vivirás para siempre en nuestro corazón, grandullón. (Esta última me cabreó especialmente, porque implicaba que lo que queda atrás es inmortal: vivirás para siempre en mi recuerdo porque yo viviré para siempre. AHORA SOY TU DIOS, CHICO MUERTO. ME PERTENECES. Pero pensar que no vas a morirte es otro efecto colateral de estar muriéndose.) Siempre fuiste un gran amigo. Lamento no haberte visto desde que dejaste la escuela. Apuesto a que ya estás jugando al básquet en elcielo. Imaginé cómo analizaría Augustus Waters este comentario: si estoy jugando al baloncesto en el cielo, ¿implica eso un cielo físico que contiene pelotas de baloncesto físicas? ¿Quién fabrica las pelotas en cuestión? ¿Hay en el cielo almas menos afortunadas que trabajan en una fábrica celestial para que yo pueda jugar? ¿O acaso un Dios omnipotente crea las pelotas de la nada? ¿Está ese cielo en una especie de universo imperceptible en el que no se aplican las leyes físicas? Y en ese caso, ¿por qué cojones iba a jugar al baloncesto cuando podría volar, leer, mirar a gente guapa o cualquier otracosa que de verdad me divierte? Es casicomo si la manera de imaginar mimuerte dijera por símisma más de ti que de la persona que era yo o delo quesea quesoy ahora. Sus padres me llamaron hacia las doce del mediodía para decirme que el funeralsería cinco días después, el sábado. Imaginé una iglesia llena de gente que pensaba que a Gus le gustaba el baloncesto y me dieron ganas de vomitar, pero sabía que tenía que ir, porque tenía que hablar y todo eso. Cuando colgué, seguíleyendo su muro. Acabo de enterarme de que Gus Waters ha muerto tras una larga batalla contra elcáncer. Descansa en paz,amigo. Sabía que toda aquella gente estaba de verdad triste y que en realidad yo no estaba enfadada con ellos. Estaba enfadada con el universo. Aun así, me sacaba de quicio. Te llegan todos esos amigos justo cuando ya no necesitasamigos. Contestéaeste último post. Vivimos en un universo que se dedica a crear, y a erradicar, la conciencia.Augustus Waters no ha muerto tras una larga batalla contra el cáncer. Ha muerto tras una larga batalla contra la inconsciencia humana, víctima —como lo seréis vosotros— de la necesidad del universo de hacer y deshacer todo lo posible. Lo colgué y esperé a que alguien respondiera. Refresqué la página una y otra vez. Nada. Mi comentario se perdió en la tormenta de nuevos posts. Todo elmundo ibaaecharlo mucho de menos. Todo el mundo rezaba por su familia. Recordé la carta de Van Houten: «Escribir no resucita. Entierra». Alrato salíalcomedor ymesentéconmis padresa ver la tele, no sabría decir qué programa. En algún momento mimadre me dijo: —Hazel,¿qué podemos hacer por ti? Sacudílacabeza y empecéallorar otra vez. —¿Qué podemos hacer? —volvió a preguntarme mi madre. Meencogí de hombros. Pero ella siguió preguntando, como si hubiera algo que pudiera hacer, hasta que al finalme arrastré por el sofá hasta su regazo, mi padre se acercó y me abrazó muy fuerte las piernas, yo abracé a mi madre por la cintura, y me sujetaron durante horas mientras subía la marea. Demo version limitation Capítulo 23 Un par de días después me levanté hacia las doce del mediodía y fui a casa de Isaac. Me abrió la puerta él mismo. —Mimadre hallevado a Grahamalcine —me dijo. —Podríamos haceralgo —le dije. —¿Puede ser ese algo jugar a videojuegos para ciegos sentadosen elsofá? —Sí,esexactamentelo queestaba pensando. Nos sentamos y durante un par de horas hablamos juntos a la pantalla y nos adentramos juntos por aquella invisible cueva laberíntica sin un solo rayo de luz. Lo más entretenido del juego era sin duda intentar que el ordenador entablara con nosotros conversaciones graciosas. Yo:Toco la pared delacueva. Ordenador: Tocas la pared de la cueva. Está húmeda. Isaac:Chupo la pared delacueva. Ordenador:No lo entiendo.¿Puedes repetirlo? Yo:Metiro ala húmeda pared delacueva. Ordenador: Intentas tirar la pared. Te das un golpe en lacabeza. Isaac:No tiro la pared. ¡Melatiro! Ordenador:No lo entiendo. Isaac: Colega, llevo semanas solo en esta cueva oscura y necesito aliviarme un poco. ME TIRO LA PAREDDE LACUEVA. Ordenador:Intentas tirar… Yo:Empujo la pelviscontrala pared delacueva. Ordenador:No lo… Isaac:Hago elamorcon suavidad alacueva. Ordenador:No lo… Yo:VALE. Me meto en elcamino delaizquierda. Ordenador:Te metesen elcamino delaizquierda. El paso seestrecha. Yo:Meagacho. Ordenador: Te agachas cien metros. El paso se estrecha. Yo:Mearrastro. Ordenador: Te arrastras cien metros. Un hilo de agua te recorre el cuerpo. Llegas a un montículo de piedras pequeñas quetecortan el paso. Yo:¿Puedo tirarmeahorala pared delacueva? Ordenador: No puedes tirar la pared sin haberte levantado. Isaac: No me gusta vivir en un mundo sin Augustus Waters. Ordenador:No lo entiendo. Isaac:Yo tampoco. Pausa. Isaactiró elmando contraelsofá. —¿Sabes sile dolió? —Creo que le costaba mucho respirar —le contesté —.Alfinal perdió elconocimiento, pero parece que no fue demasiado bien,claro. Morirsees una mierda. —Sí —respondió Isaac. Y tras una larga pausa—: Pero parecetan imposible… —Pasatodos los días —lecontesté. —Parecesenfadada —añadió. —Sí—dije yo. Nos quedamos en silencio largo rato, y me pareció bien.Yo pensabaen el primer día que viaAugustus, en elcorazón de Jesús literal, cuando nos dijo que le daba miedo el olvido, y yo le contesté que le daba miedo algo universal e inevitable, y que en realidad el problema no es el sufrimiento en sí ni el olvido en sí, sino el perverso sinsentido de ambas cosas, el nihilismo absolutamente inhumano delsufrimiento. Pensaba enmi padre diciéndome que el universo quiere que lo observen. Pero lo que queremos nosotros es que el universo nos observe a nosotros, y la verdad es que al universo le importa una mierda lo que nos pase, no a la idea general de vida sensible, pero sí a cada uno de nosotroscomo individuos. —Gus te quería de verdad, yalo sabes —me dijo. —Lo sé. —No dejaba derepetirlo. —Lo sé —lecontesté. —Era un coñazo. —Amí no me parecía un coñazo. —¿Te dio lo queestabaescribiendo? —¿El qué? —Lasegunda parte de un libro quete gustaba o algo así. Me giré haciaIsaac. —¿Cómo dices? —Me dijo que estaba escribiendo algo para ti, pero que no sele daba demasiado bien escribir. —¿Cuándo telo contó? —No sé, en algún momento después de volver de Amsterdam. —¿En qué momento? —insistí. ¿No había podido acabarlo? ¿Lo había acabado y estabaen su ordenador, porejemplo? —Uf —suspiró Isaac—. Uf, no lo sé. Hablamos del temaenmicasa una vez. Estaba aquí…Ah, estábamos jugando con mi aparato de leer e-mails y justo recibí uno de mi abuela. Puedo comprobar la fecha si quieres… —Sí, sí,¿dóndeestáelaparato? Lo había comentado hacía un mes. Un mes. Debo admitir que no habíasido un buenmes, pero aun asíera un mes, tiempo suficiente para que hubiera escrito por lo menos algo. Había algo suyo, o como mínimo hecho porél, flotando porahí. Lo necesitaba. —Voy asu casa —le dijeaIsaac. Corrí hacia elcoche, lancé elcarrito del oxígeno en elasiento delcopiloto y arranqué. En la radio sonó una canción de hip-hop a todo volumen, y cuando alargaba la mano para cambiar de emisora, alguien empezó a rapear. En sueco. Me giré y grité cuando vi a Peter van Houten sentado en elasiento deatrás. —¡Perdona que te haya asustado! —me dijo Van Houten a gritos para queelrap me permitiera oírlo. Aunque había pasado casi una semana, seguía llevando el traje del funeral. Olía como si sudase alcohol. —Puedes quedarte con el CD —me dijo—. Es Snook, uno delos mejores raperos suecos… —¡SALGADEMI COCHEAHORAMISMO! Apaguéelequipo de música. —Elcoche es de tumadre, si no me equivoco —me dijo—. Además, no estabacerrado. —¡Joder! Salga delcoche o llamo a la policía. ¿Qué coño le pasa? —Si solo me pasara una cosa… —me contestó pensativo—. He venido simplemente a pedirte disculpas. Tenías razón cuando me dijiste que soy un crío patético adicto al alcohol. Solo tengo a una persona que pasaalgún tiempo conmigo porquele pago para eso… Bueno, peor aún, ya ha dimitido y me ha dejado como un alma en pena que no puede conseguir compañía ni siquiera sobornando. Asíes, Hazel. Todo eso ymás. —Bien—le dije. El discurso habríasido mucho másconmovedor si no hubieraarrastrado las palabras. —Merecuerdasa Anna. —A mucha gente le recuerdo a mucha gente —le contesté—. Tengo queirme, de verdad. —Puesarranca —respondió. —Salga. —No. Merecuerdasa Anna —repitió. Di marcha atrás. No podía obligarlo a marcharse, y no tenía por qué hacerlo. Iría a casa de Gus, y sus padres yaconseguirían quese marchara. —Seguro que conoces a Antonietta Meo —me dijo VanHouten. —Pues no —lecontesté. Encendíelequipo de música y el hip-hop sueco sonó atodo volumen, pero VanHouten berreó porencima. —Dentro de poco puede ser la santa más joven beatificada por la Iglesia católica sin haber sido mártir. Tenía el mismo cáncer que Waters, osteosarcoma. Le cortaron la pierna derecha. El dolor era espantoso. Mientras Antonietta Meo yacía moribunda a la madura edad de seis años por ese atroz cáncer, le dijo a su padre: «El dolorescomo unatela:cuanto más fuertees, más valor tiene».¿Eseso cierto, Hazel? No lo miraba directamente, sino a través del retrovisor. —¡No! —grité por encima de la música—. Menuda gilipollez. —Pero ¿no te gustaría quefuera verdad? —me gritó también él. Apaguéla música. —Siento haberos fastidiado el viaje. Erais demasiado jóvenes. Erais… Se derrumbó. Como si tuviera derecho a llorar por Gus. Van Houten solo era uno más de los infinitos plañideros que no lo conocían, otra lamentación en su muro quellegaba demasiado tarde. —No nos fastidió el viaje. No se dé tanta importancia,capullo. Lo pasamos genial. —Lo intento —me dijo—. Lo intento, telo juro. Más o menos en aquel momento me di cuenta de que alguien de la familia de Peter van Houten había muerto. Pensé en la sinceridad con la que había escrito sobreelcánceren niños, en el hecho de que no pudiera hablar conmigo enAmsterdamsalvo para preguntarme sime había vestido como ellaa propósito, en sumierda con Augustus y conmigo, en su dolorosa pregunta sobre la relación entre el dolor extremo y su valor. Ahí estaba, bebiendo, un viejo que llevaba años borracho. Pensé en una estadística que habría preferido no conocer: la mitad de los matrimonios se rompen antes de un año de haber muerto un hijo. Miréa VanHouten. En ese momento pasábamos por delante de la facultad. Paré detrás de unafila decochesaparcados. —¿Sele murió un hijo? —Una hija —me dijo—. Tenía ocho años. Sufrió muchísimo. Nuncala beatificarán. —¿Teníaleucemia? —le pregunté. Asintió. —Como Anna —dije. —Muy parecidaaella, sí. —¿Estabacasado? —No. Bueno, no en la época en que se murió. Me casé muchísimo después de que la perdiéramos, y fue insoportable. La pena no te cambia, Hazel. Te deja al descubierto. —¿Vivíacon ella? —No, al principio no, aunque al final la llevamos a Nueva York, donde yo vivía, para que recibiera toda una serie de torturas experimentales que hicieron sus días más miserables, pero no le dieronmás días. —Entonces usted le dio unaespecie desegunda vida en la quellegaalaadolescencia. —Supongo que así es —me dijo. Y enseguida añadió—: Supongo que conoces elexperimento mental de Philippa Foot,el dilema deltranvía. —Yentonces yo aparezco por su casa vestidacomo lachica que usted esperaba queellallegaraaser y… se queda desconcertado. —Un tranvía fuera de control avanza por una carretera —me dijo. —Me importa un bledo su estúpido experimento mental—le dije. —No es mío. Es de Philippa Foot. —Lo mismo me da —repliqué. —Mi hija no entendía por qué le pasaba todo aquello —continuó—. Tuve que decirle que iba a morirse. La trabajadora social insistió en que tenía que decírselo. Como tenía que decirle que iba a morirse, le dije que iría alcielo. Me preguntó si yo estaría allí, y le contesté que no, que todavía no. Pero me preguntó si más adelante sí, y le prometí que sí, claro, muy pronto. Y también le dije que mientras tanto teníamos en el cielo a muchos familiares que la cuidarían. Me preguntó cuándo iría yo, y lecontesté que pronto. Hace veintidós años. —Lo siento. —Yo también. —¿Qué pasó con sumadre? —le pregunté. —Sigues buscando la segunda parte, listilla —me dijo sonriendo. Le devolvílasonrisa. —Debería volver a su casa —añadí—, dejar de beber y escribir otra novela. Hacer lascosasen las que es bueno. No hay tanta gente quetengalasuerte deser tan bueno en algo. Me miró largo rato através delespejo. —De acuerdo —me dijo—. Sí, tienes razón. Tienes razón. Pero mientras lo decía sacó la pequeña botella de whisky, ya casi vacía. Bebió, se la guardó y abrió la puerta. —Adiós, Hazel. —Quelesealeve, VanHouten. Se sentó en bordillo, detrás del coche. Lo observé agacharse por el retrovisor. Sacó la botella, y por un segundo me pareció que iba a dejarla en el bordillo. Pero acto seguido le dio un trago. La tarde era muy calurosa en Indianápolis, con el aire denso e inmóvil, como si estuviéramos dentro de una nube. Para míera lo peor, yme dije a mímisma que la distancia entre el camino y la puerta de la casa se me hacía infinita por culpa del aire. Llamé al timbre y me abrió la madre de Gus. —Ay, Hazel—me dijo. Yse metiró encimallorando. Seempeñó en quecomiera unalasaña de berenjenas —supongo que mucha gente les había llevado comida — con ella y el padre de Gus. —¿Cómo estás? —Lo echo de menos. —Claro. No sabía qué decir, la verdad. Lo único que quería era bajar alsótano y buscar lo que hubiera escrito para mí. Además, elsilencio me incomodaba mucho. Quería que hablaran entre ellos, que se consolaran, que se dieran la mano, lo que fuera, pero se limitaban a comer trocitos diminutos delasañasin siquiera mirarse. —El cielo necesitaba un ángel —dijo su padre al rato. —Lo sé —dije yo. Entonces aparecieron sus hermanas y los trastos de sus hijos y se metieron en lacocina. Melevanté, abracé a las dos hermanas y observé a los niños corriendo por la cocina con su acuciante y necesario excedente de ruido y movimiento, moléculas nerviosas rebotando entre sí y gritando: «Paras, no, paras, no, paraba antes pero te he pillado, no me has pillado, me he escapado, bueno pues ahora te pillo, no, tonto delculo, ahora no vale, DANIEL, NO LLAMES A TU HERMANO TONTO DELCULO, mamá, si no puedo decirlo, por qué acabas de decirlo tú, tonto del culo, tonto del culo», y después, a coro, «tonto del culo, tonto del culo, tonto delculo, tonto delculo», y ahora los padres de Gus estaban cogidos de la mano, sentados a la mesa, lo que hizo que mesintiera mejor. —Isaac me ha dicho que Gus estaba escribiendo algo,algo para mí—dije. Los niños seguían cantando su canción del tonto del culo. —Podemos mirar en su ordenador —contestó su madre. —No lo utilizó mucho las últimas semanas —añadí yo. —Es cierto. Ni siquiera estoy segura de que lo subiéramos.¿Estátodavíaen elsótano, Mark? —Niidea. —Bueno, ¿puedo…? —pregunté haciendo un gesto haciala puerta delsótano. —Nosotros todavía no estamos preparados —me dijo su padre—, pero, por supuesto, sí, Hazel. Por supuesto que puedes. Bajéalsótano y dejéatrás su cama deshecha y las sillas para jugar frente a la tele. El ordenador estaba encendido. Pulsé el ratón para que se pusiera en marcha y busquélosarchivos más recientes. Nadaen el último mes. Lo más reciente era una crítica del libro Ojos azules, de ToniMorrison. Quizá había escrito algo a mano. Me acerqué a las estanterías y busqué un diario o unalibreta. Nada. Pasé las páginas de su ejemplar de Un dolor imperial, pero nisiquiera había dejado una marca. Me dirigía la mesita de noche. Infinito Mayhem, la novena parte de El precio del amanecer, estaba junto alalamparilla,con laesquina dela página 138 doblada. No había llegado a acabarlo. «Te fastidio el final: Mayhem sobrevive», le dije en voz alta, por si acaso podía oírme. Y después me metí sigilosamente en su cama deshecha, me tapé con su edredón yme empapé de su olor. Me quité el tubo para olerlo mejor, inspirarlo y espirarlo. El aroma se desvanecía incluso mientras yo estaba allí tumbada, con el pecho ardiendo, hasta que no pude diferenciar los dolores. Alrato me senté en la cama, me coloqué los tubos y respiré un poco antes de subir la escalera. Sacudí la cabeza en respuesta a las miradas expectantes de los padres de Gus. Los niños pasaron corriendo a mi lado. Una hermana de Gus —no soy capaz de diferenciarlas — dijo: —Mamá,¿quieres que melos lleveal parque? —No, no, no molestan. —¿Se os ocurre algún sitio en el que pueda haber dejado unalibreta?¿Quizálacamilla? La camilla ya no estaba. La había reclamado el hospital. —Hazel —dijo su padre—, estabas cada día con nosotros. No estaba mucho tiempo solo, cariño. No habría tenido tiempo de escribir. Sé que quieres… Yo también lo quiero. Pero los mensajes que nos deja ahora vienen dearriba, Hazel. Señaló el techo, como si Gus estuviera flotando por encima de la casa. Quizá lo estaba. No lo sé. Pero no sentíasu presencia. —Claro —lerespondí. Prometí volvera visitarlosen unos días. Nunca volvía percibir su olor. Demo version limitation Capítulo 25 A la mañana siguiente me desperté muy nerviosa porque había soñado que estaba sola en medio de un enorme lago. Salté de repente en la cama, tiré del BiPAP y sentíla mano de mimadresobre mí. —Hola.¿Estás bien? Elcorazónmelatíaatoda velocidad, pero asentí. —Kaitlyn estáalteléfono —me dijo. Señalé el BiPAP. Me ayudó a quitármelo, me conectó a Philip y por fin cogíel móvil, que me tendía mimadre. —Hola, Kaitlyn—lasaludé. —Te llamo solo para saber cómo estás —me dijo —,cómo te va. —Bien, gracias —lecontesté—. Me va bien. —Has tenido la peor suerte del mundo, cariño. Es excesivo. —Supongo —le dije. De todas formas, ya no pensaba demasiado en mi suerte. Sinceramente, no quería hablar de nada con Kaitlyn, pero ellase dedicó aalargar laconversación. —¿Ycómo hasido? —me preguntó. —¿Quese mueratu novio? Pues una mierda. —No —me dijo—. Estarenamorada. —Ah… Hasido… Hasido bonito pasar tiempo con alguien tan interesante. Éramos muy diferentes y no estábamos de acuerdo en muchas cosas, pero él era siempre muy interesante,¿sabes? —Por desgracia, no. Los chicos con los que me relaciono son infinitamente poco interesantes. —No es que fuera perfecto. No era tu príncipe azul ni nada de eso. Intentaba serlo algunas veces, pero me gustaba máscuando se dejaba deesas historias. —¿Tienes un álbum de fotos y cartas que te haya escrito? —Tengo algunas fotos, pero la verdad es que nunca me escribió cartas. Excepto, bueno, se han perdido unas páginas de unalibretasuya que quizáeran para mí, pero supongo quelas tiró o se han perdido. —Quizátelas mandó pore-mail—me dijo. —No, me habrían llegado. —Entonces quizá no las escribió para ti —me dijo —. Quizá… bueno, no quiero deprimirte, pero quizá las escribió para otra persona y se las mandó por email… —¡VAN HOUTEN! —grité. —¿Estás bien?¿Qué hasido eso?¿Tienes tos? —Kaitlyn, te quiero. Eres un genio. Tengo que dejarte. Colgué, corría coger mi portátil, lo encendí ymandé un e-mailalidewij.vliegenthart. Lidewij: Creo que Augustus Waters mandó unas páginas de libreta a Peter van Houten poco antes de morir (Augustus). Es muy importante para mí que alguien lea esas páginas. Yo quiero leerlas, por supuesto, pero quizá no las escribió para mí. Alguien tiene que leerlas a toda costa. ¿Puedes ayudarme? Tu amiga, Hazel Grace Lancaster Mecontestó a última hora delatarde. Querida Hazel: No sabía que Augustus había muerto. Me entristece mucho la noticia. Era un chico muy carismático. Lo siento mucho y estoy muy triste. No he hablado con Peter desde que dimití, el día en que nos conocimos. Aquí es ya muy tarde, pero lo primero que haré mañana por la mañana será pasarme por su casa para buscar esa carta y obligarlo a leerla. Las mañanas suelen ser su mejormomento. Tu amiga, Lidewij Vliegenthart P. D . Iré con mi novio por si tenemos que sujetar físicamente a Peter. Me preguntaba por quéen aquellos días había escrito a Van Houten, en lugar de a mí, diciéndole que solo quedaríaredimido sime ofrecíalasegunda parte. Quizá las páginas de la libreta simplemente repetían su petición a Van Houten. Tenía sentido que Gus utilizara su enfermedad terminal para hacer realidad mi sueño. Esa segunda parte no era algo glorioso por lo que morir, pero era lo mejor que le quedaba a su disposición. Aquella noche actualicé mi correo continuamente, dormí unas horas y empecé a actualizar de nuevo hacia las cinco de la mañana. Pero no llegó nada. Intenté ver la tele para distraerme, pero mis pensamientos volaban a Amsterdam. Imaginaba a Lidewij Vliegenthart y a su novio recorriendo la ciudad en bicicleta con la loca misión de encontrar la última carta de un chico muerto. Sería divertido ir dando botes en la parte de atrás de la bicicleta de Lidewij Vliegenthart por las calles de ladrillo, con su pelo rojo y rizado enmicara, el olor de los canales y de los cigarrillos, todo el mundo en las terrazas de las cafeterías bebiendo cerveza y diciendo sus erres y sus ges de una manera que no había conseguido aprender. Eché de menos el futuro. Obviamente, sabía incluso antes de que su cáncer recurriera que nunca me haría vieja conAugustus Waters. Pero, al pensar en Lidewij y en su novio, me sentí estafada. Seguramente no volveríaa verel océano desdetreinta mil pies dealtura, tan arriba que no puedes distinguir las olas y los barcos, queel océano es un infinito monolito. Podríaimaginarlo, podría recordarlo, pero no podría volver a verlo, y se me ocurrió que los sueños que se hacen realidad nunca sacian la voraz ambición humana, porque siempre pensamos que podríamos volvera hacerlo todo mejor. Yseguramente es asíaunque vivas hasta los noventa años… pero siento celos de la gente que logra descubrirlo. Pero ya había vivido el doble quela hija de Van Houten. Qué no habría dado por que su hija murieraalos dieciséis. De pronto mimadresecolocó entrelatele y yo, con las manos detrás delaespalda. —Hazel —me dijo en tono tan serio que pensé que pasabaalgo. —Dime. —¿Sabes qué díaes hoy? —No es micumpleaños,¿verdad? Serió. —Todavía no. Es 14 dejulio, Hazel. —¿Tu cumpleaños? —No… —¿Elcumpleaños de HarryHoudini? —No… —Estoy harta deadivinar, de verdad. —¡ES ELDÍADE LABASTILLA! Sacó las manos de detrás de la espalda y aparecieron dos banderitas francesas, que agitó con entusiasmo. —Suena falso, como el Día Mundial contra el Cólera. —Te aseguro, Hazel, que el día de la Bastilla no tiene nada de falso. ¿Sabías que hoy hace doscientos veintitrésaños quelos franceses tomaron la cárcel de la Bastilla paracoger lasarmas y luchar por su libertad? —¡Uau! —exclamé—. Tenemos que celebrar este aniversario trascendental. —Pues resulta que precisamente he organizado un picniccon tu padreen elHolliday Park. Mi madre nunca se daba por vencida. Apoyé las manos en elsofá yme levanté. Preparamos juntas unos bocadillos, y en el armario del recibidor encontramos unacesta de picnic polvorienta. Hacía un día precioso, por fin verano de verdad en Indianápolis, caluroso y húmedo, el tiempo que, tras el largo invierno, te recuerda que elmundo no fue creado para el hombre, sino que el hombre fue creado para el mundo. Mi padre, vestido con un traje color canela, nos esperaba tecleando en sumóvilen un parking para discapacitados. Nos saludó con la mano cuando aparcamos ymeabrazó. —Qué día tan bonito —dijo—. Si viviéramos en California, serían todosasí. —Sí, pero entonces no los disfrutarías tanto — replicó mimadre. Estabaequivocada, pero no lacorregí. Acabamos poniendo la manta cerca del extraño recinto de ruinas romanas plantificadas en medio de un campo de Indianápolis. Pero no son ruinas auténticas. Son como una recreación de hace ochenta años, aunque no han cuidado demasiado las falsas ruinas, así quese han convertido en ruinas reales poraccidente. A VanHouten le gustaban, y a Augustus también. Nos sentamosalasombra delas ruinas y comimos. —¿Quieres protector solar? —me preguntó mi madre. —No, gracias —lecontesté. Se oía el viento entre las hojas, y en aquel viento viajaban los sueños de los niños que jugaban a lo lejos, los niños pequeños que descubrían la vida, que aprendían a correr por un mundo que no había sido creado paraelloscorriendo por un parqueinfantil quesí había sido creado para ellos. Mi padre vio que observabaalos niños. —¿Echas de menoscorretearcomo ellos? —Aveces, supongo. Pero no era eso lo que pensaba. Solo intentaba observarlo todo: laluzen las ruinas, un niño queapenas sabía andar descubriendo un palo en un rincón del parque, mi incansable madre extendiendo mostaza en su bocadillo de pavo, mi padre dando palmaditas al móvil, que llevaba en el bolsillo, y resistiendo la tentación de revisar las llamadas, un chico lanzando un disco, y su perro corriendo detrás, cogiéndolo y devolviéndoselo. ¿Quién soy yo para decir queestascosas podrían no ser eternas? ¿Quién es Peter van Houten para afirmar como un hecho la suposición de que nuestra labor es temporal? Todo lo que sé delcielo y de la muerte está en este parque: un elegante universo en incesante movimiento, lleno de ruinas deterioradas y de niños que gritan. Mi padre pasó la mano por delante de micara. —Vuelve, Hazel.¿Estásaquí? —Perdona, sí.¿Qué? —Mamá ha propuesto que vayamosa vera Gus. —Sí,claro —lecontesté. Después de comer fuimosalcementerio de CrownHill, el lugar en el que descansan tres vicepresidentes, un presidente y Augustus Waters. Subimos la colina y aparcamos. Detrás, en la calle Ochenta y seis, rugían los coches. Era fácilencontrar la tumba, porque era la más nueva. Todavía había tierra amontonada alrededor delataúd y aún no habían colocado lalápida. No me dio la sensación de que estuviera allí, pero aun asícogí una estúpida banderita francesa y la clavé en el suelo, al pie de su tumba. Quizá los que pasaran pensarían que era un miembro de la Legión Extranjera francesa o algún heroico mercenario. Lidewij me contestó por fin después de las seis de la tarde, mientrasestabaen elsofá viendo latele y ala vez vídeos en mi portátil. Enseguida observé que había cuatro archivos adjuntos en el e-mail y quise abrirlos inmediatamente, pero vencílatentación y leíele-mail. Querida Hazel: Peter estaba muy borracho cuando llegamos a su casa esta mañana, pero eso nos facilitó el trabajo. Bas (mi novio) lo entretuvo mientras yo buscaba entre las bolsas de basura con las cartas de los admiradores, pero de pronto caí en la cuenta de que Augustus sabía la dirección de Peter. En la mesa delcomedor había una gran pila de correo en la que no tardé en encontrar la carta. La abrí y vi que estaba dirigida a Peter,así que le pedí permiso para leerla. Se negó. Entonces me enfadé mucho, Hazel, pero todavía no le grité. Lo que hice fue decirle que debía a su hija muerta leer esa carta de un chico muerto. Se la di, la leyó entera y dijo — cito literalmente—: «Mándasela a la chica y dile que no tengo nada que añadir». No he leído la carta, aunque no he podido evitar ver algunas frases mientras revisaba las páginas. Las he adjuntado en este correo y te las mandaré a tu casa. ¿Sigues teniendo la misma dirección? Dios te bendiga y esté contigo, Hazel. Tu amiga, Lidewij Vliegenthart Abrí los cuatro archivos adjuntos. La letra era un desastre, totalmente irregular, las líneas estaban torcidas, y el color del bolígrafo cambiaba. La había escrito en varios días y con diferentes niveles de conciencia. Van Houten: Soy una buena persona, pero una mierda de escritor. Usted es una mierda de persona, pero un buen escritor. Formaríamos un buen equipo. No quiero pedirle ningún favor, pero si tiene tiempo —y, por lo que sé, tiene mucho—, me preguntaba si podría escribir un discurso fúnebre para Hazel. He tomado notas, pero quizá usted podría darles forma coherente o algo así. O simplemente decirme qué debería decir de otra manera. Lo más importante sobre Hazel: a casi todo el mundo le obsesiona dejar huella en el mundo. Dejar un legado. Sobrevivir a la muerte. Todos queremos que nos recuerden. Yo también. Lo que más me preocupa es ser una olvidada víctima más de la antigua y poco gloriosa guerra contra la enfermedad. Quiero dejar huella. Pero Van Houten: las huellas que dejamos los hombres suelen ser cicatrices. Construyes un espantoso centro comercial, das un golpe o intentas llegar a ser una estrella del rock, y piensas: «Ahora me recordarán», pero: a) no te recuerdan, y b) lo único que dejas tras de ti son más cicatrices. Tu golpe se convierte en una dictadura. Tu centro comercialse convierte en una herida. (De acuerdo, quizá no soy tan mierda como escritor. Pero no puedo enlazar mis ideas, Van Houten. Mis pensamientos son estrellas con las que no puedo formarconstelaciones.) Somos como una manada de perros meando en bocas de incendio. Envenenamos las aguas subterráneas con nuestras meadas, nos apoderamos de todo en un ridículo intento de sobrevivira la muerte. Yo no puedo dejar de mear en bocas de incendios. Sé que es idiota e inútil —en mi actualestado, épicamente inútil—, pero soy un animalcomo cualquier otro. Hazel es diferente. Camina ligera, Van Houten. Camina ligera sin tocar el suelo. Hazel sabe la verdad: es tan probable que hagamos daño al universo como que lo ayudemos, y seguramente no haremos ninguna de las dos cosas. La gente dirá que es triste que deje una cicatrizmenor, que menos personas la recordarán, que la querían mucho, pero no muchos. Pero no es triste, Van Houten. Es un triunfo. Es heroico. ¿No es eso el verdadero heroísmo? Como dicen los médicos:ante todo, no hagas daño. En cualquier caso, los verdaderos héroes no son los que hacen cosas. Los verdaderos héroes son los que OBSERVAN las cosas, los que les prestan atención. El tipo que inventó la vacuna de la viruela en realidad no inventó nada. Simplemente observó que las personas que tenían viruela bovina no cogían la viruela. Después de recoger los resultados de miescáner, me colé en la UCI cuando ella estaba inconsciente. Entré detrás de una enfermera que llevaba una placa y conseguí estar a su lado unos diez minutos, hasta que me pillaron. De verdad creía que iba a morirse antes de que pudiera decirle que también yo iba a morirme. La incesante arenga mecanizada de los cuidados intensivos era atroz. Le sacaban del pecho, gota a gota, aquel líquido oscuro. Los ojos cerrados. Intubada. Pero su mano seguía siendo su mano, todavía tibia, las uñas pintadas de un azul oscuro casi negro, y yo la cogía de la mano e intentaba imaginar el mundo sin nosotros, y por un segundo fui lo bastante buena persona para esperar que se muriera y así nunca llegara a enterarse de que yo me moría también. Pero después quise más tiempo para que pudiéramos enamorarnos. He conseguido mi deseo, supongo, y he dejado micicatriz. Llegó un enfermero y me dijo que tenía que marcharme, que solo podía entrar la familia. Le pregunté si iba bien, y el tipo me contestó: «Sigue entrándole líquido». Bendito sea el desierto, y maldito sea elmar. ¿Qué más? Es preciosa. No te cansas de mirarla. No tienes que preocuparte de si es más inteligente que tú, porque sabes que lo es. Es divertida sin pretenderlo siquiera. La quiero. Tengo la inmensa suerte de quererla, Van Houten. No puedes elegir si van a hacerte daño en este mundo, pero sí eliges quién te lo hace. Me gustan mis elecciones. Y espero que a ella le gusten las suyas. Me gustan, Augustus. Me gustan.

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